– Radiocomedia. Servicios Informativos – dijo la voz desde la radio.
El niño se preguntó qué contarían aquel día. Le encantaba imaginar el estudio de radio. Se lo imaginaba naranja, por algún motivo. ¿Sería naranja? Daba igual. La voz del locutor comenzaba a contarle historias.
La última de las noticias le dejó pensando aquel día. Estaba seguro de que había oído a sus padres hablar sobre aquel grupo de personas que había ido creciendo, pero no sabía a quiénes se referían, no conocía a ninguno. El tiempo le haría conocer a unos cuantos, pero eso él todavía no lo sabía.
Aquel día estaba animado y se atrevió a llamar a la radio. Esperaba que la técnico de sonido le cogiera el teléfono, sonaba muy simpática (y un poco mandona, como su hermana). Ella dirigía el programa e iba colocando las piezas musicales una tras otra. Cómo lo hacía era un misterio para el niño. Toda la radio lo era.
Se subió a un taburete – era el más bajito de su clase, por el momento, y el teléfono estaba muy alto – y cogió el teléfono, colgado de la pared, desenredó su largo cable y marcó el número que había anotado hacía unas semanas.
– ¿Sí?
– Hola. ¿Es… Radiocomedia?
– ¿Otra vez tú? – respondió una voz de señor mayor molesto – ¿Cuántas veces te he dicho que tienes el teléfono mal? Tonto la mierda el niño…
Él colgó, triste. De vez en cuando se le olvidaba que tenía el número mal anotado y llamaba, y entonces le contestaba aquella voz con carraspera y le temblaban un poco las rodillas. Ya no estaba tan flamenquete. Aquel señor era lo que en su programa llamaban “un oso”…
Su madre le llamó para empezar con los deberes, como siempre a mitad del programa. Qué rabia. Siempre se perdía la entrevista y a saber qué otras secciones que vendrían después. Se quejaba pero no servía de mucho, había que hacer los deberes.
Se despidió mentalmente de sus locutores favoritos y apagó la radio.
Años después, sentado en una butaca del Teatro Príncipe Gran Vía, esperaba el comienzo del show. El nombre del espectáculo era el mismo que el de aquel programa que escuchaba de pequeño, en los años ochenta. Seguía siendo bajito, pero ya no le daba importancia. La nostalgia se apoderó de él cuando escuchó las primeras notas de la sintonía con la que abría el programa. ¿Por qué le resultaba tan familiar?
Entonces se presentaron los locutores. No podía creerlo. David Navarro y Diana Lucena, sus locutores favoritos. Sabía que no podía ser, las fechas no cuadraban, David y Diana tendrían su edad más o menos. Pero poco importaba, estaba dispuesto a escuchar cada palabra que dijeran y hacer como que eran aquellos locutores que escuchaba en el programa de su viejo radiocasette. Cada invitado que tenían, cada historia que contaban, mezclando la radio con la animación y la música en directo, le parecía más fascinante.
Salió del teatro queriendo marcar el número de aquel señor antipático, de aquel “oso” con carraspera, para llamarle por su nombre porque estaba en aquel grupo del que decían sus padres que crecía y crecía. David Navarro lo había dejado muy claro en el escenario.
Y la segunda, más importante aún, que por fin había dado con Radiocomedia, y que había sido mucho mejor en directo aunque el estudio no fuera naranja.
Si quieres vivir Radiocomedia en primera persona y sentir la emoción de la radio en vivo…